MAD MEN - Última temporada
Mad Men es una de las series
que más me han marcado en mi vida. En el próximo número de Zapping Magazine
escribiré un análisis más serio (en la medida de lo posible) sobre ella, pero
en mi blog quiero vomitar mis sentimientos, más que enarbolar ideas mínimamente
interesantes. La serie de Matthew Weiner
da para sesudos análisis. Una coña habitual que tenemos muchos fans es que
Weiner parece escribir la serie pensando en las tesis doctorales y papers que
se escribirán sobre ella. Buscando siempre el “guau” del estudioso, enredándonos
en múltiples significados que algunas veces, y esto lo creo de verdad, no
existen. En cierta forma Weiner muchas
veces no es, sino que aparente ser, y eso le vale para embelesarnos. ¿Os
suena? Sí, como Don Draper (Jon Hamm
convertido en icono, vaya entrega total la suya), que nunca ha sido Don Draper, sino Dick Whitman, y que se
pasó gran parte del relato seduciéndonos con su juego de apariencias. El whisky, el tabaco, las mujeres y los
anuncios como tapaderas, como sábanas que cubren sofás mohosos y
polvorientos. Don Draper primero se
construyó, y después, ha terminado por deconstruírse, en un bucle sin fin.
No hay salvación para Don, porque Don no es Don. Nunca podrá ser una persona
que no es. Su papel, su invención, ese inventarse a sí mismo, jamás funcionará,
porque está condenado al fracaso desde su concepción. Ni todo el dinero del mundo puede hacer olvidar el pasado.
Siempre hemos entendido los
títulos de crédito (quizás los más relevantes narrativamente de la historia de
la televisión, o de la tele que yo he visto, por lo menos) como un resumen de
la caída de Don Draper, es decir, como un resumen/premonición de la serie. Pero
en realidad Don nunca se estrella contra el suelo. Por eso en el final de Mad Men no podía haber un evento
dramático conclusivo. Walter White tenía que morir. Tony Soprano también (aunque
a ninguno de los dos los vemos morirse en pantalla, con lo cual su muerte es
potencia en estado puro). Don Draper no. La
condena de Don es mucho peor que la de Walter y Tony, él está condenado a caer
eternamente. A construirse y demolerse, una y otra vez. A intentar ser otra
persona que no es. Quizás Mad Men sea la reflexión más letal e
hiriente sobre la identidad. Quizás estamos poco acostumbrados a afrontar
el problema identitario, cuando en realidad la identidad (¿quién soy?) es uno
de los mayores dilemas del ser humano contemporáneo.
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Volver a empezar |
Y así llegamos al debate sobre el
final. Esa sonrisa de Don haciendo yoga rematada por el anuncio de Coca-cola.
La mayoría de la gente lo ha interpretado como que se le ocurre la idea y
vuelve al mundo de la publicidad. Sin embargo, algunas personas lo han
interpretado desde una visión esperanzada y optimista (Don recupera el rumbo,
será un enorme publicista) y otros desde una óptica pesimista (Don volverá a
ese mundo de apariencias que es la publicidad). De ello podemos inferir, que
efectivamente Mad Men es una serie tan rica en matices y abierta a la libre
interpretación que nos sumerge en mil y un debates irresolubles. Ese
desafío que supone para el espectador es uno de sus grandes logros. En cuanto a
mi posición, yo soy pesimista, en mi vida en general y en este caso en
particular. Don no volverá a ser Don, básicamente porque no es Don, no puedo
serlo, no lo será jamás. Es Dick jugando
a no ser él mismo. Weiner nos lo deja claro a lo largo de toda la
temporada, sobre todo en el antepenúltimo episodio, el descomunal Lost Horizon
(7x12), en el que Don intenta encontrar a su enigmática camarera, otra
superviviente malherida de por vida; y en el trágico The Milk and Honey Route
(7x13), en el que Don se encuentra con otro trilero de la vida como él, con
otro Dick, con otro farsante, y exorciza los fantasmas de la guerra con
aquellos veteranos. Por eso que vuelva al mundo del que ha huido implica volver
a iniciar el ciclo de auge-caída, construcción-destrucción. Por muy alto que
llegue, siempre estará condenado a precipitarse hacia el infinito. Pero a la
vez, siempre habrá una esperanza, porque al momento más bajo, le sucederá el
comienzo de un nuevo ascenso. La
esperanza de seguir en pie cada día, para bien o para mal.
Saliendo del debate sobre la
identidad de Don, ese anuncio de Coca-cola es una pulla deliciosa a las
macro-corporaciones. Uno de los grandes símbolos del capitalismo y el poderío
económico americano, apropiándose de las ideas hippies en su beneficio. Y Weiner se convirtió en Gramsci. El poder
apropiándose de discursos contra-hegemónicos para perpetuar su hegemonía.
Deliciosamente pérfido. Esto nos lleva directamente al debate histórico
sobre la relevancia de Mad Men. En
los últimos años, bajo mi percepción, en el pseudo-canon televisivo se está
imponiendo la percepción de que The Wire
y The Sopranos son las dos series más
relevantes de la 3ª Edad de Oro de la televisión. A ellas se les suelen añadir Breaking Bad, The Shield o sí, Mad Men. Por ello resulta interesante
comparar a las sacrosantas obras de Simon y Chase (y Weiner, ojo, que él se
convirtió en autor allí, Don-Peggy, claro) con la creación de Weiner.
En una entrevista digital en El País, Enric González, antes de ser
decapitado como muchos otros, dijo “en ciertos aspectos los guionistas (de Mad Men) tienen más mérito que Los Soprano o The Wire, porque se trata de una historia simple, sin venganzas mafiosas ni persecuciones policiales.” Así, mientras que The Sopranos y The Wire son series de acción,
Mad Men es una serie de emoción. Y por otro lado, mientras The Wire es una serie que se maneja en el
sistema social, The Sopranos y Mad Men lo hacen en el personal. Sin que
ello implique que no se metan ambas a analizar sus respectivas épocas desde
múltiples perspectivas. Porque lo hacen, sobre todo Mad Men, como bien hemos visto con la violencia, el racismo, la
política o el machismo (esa secuencia del penúltimo episodio de Betty, su
marido y el médico es, simplemente, de lo mejor que se ha escrito y dirigido este
año). Esto me llevaría a decir que si trazo una línea entre las tres, The Wire y Mad Men ocuparían los extremos y The Sopranos estaría en el centro. Obviamente esta es una
categorización de andar por casa. Sin ningún valor, sólo una reflexión rápida.
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Aquí mando yo |
Hasta ahora sólo he hablado de
Don. ¿Y los demás? Los demás han tenido un cierre. Y sí, vuelvo al debate
identitario. Los demás han encaminado sus vidas porque saben quién son y hacia
dónde se dirigen. Hacia el futuro. Don en cambio se dirige a un futuro que es,
de nuevo, el pasado. Peggy (Elisabeth
Moss ha crecido ante nuestros ojos hasta transformarse en una de las mejores
intérpretes de su generación) ha encontrado la estabilidad emocional y
laboral que necesitaba, la realización en los dos planos que siempre parecía
inalcanzable. Tanto ella como Joan (Christina
Hendricks, ácida y delicada, una bomba) han completado su proceso de
empoderamiento en un mundo recalcitrantemente machista. Ambas son fascinantes y
sólidas como rocas. Pocos personajes
femeninos han tenido una evolución tan rica desde el arranque de su relato
hasta el final del mismo como Peggy
y Joan. El viaje personal de Pete (Vincent
Kartheiser, un actor viscoso, fantástico) también ha sido extraordinario,
un viaje de redención. Pete siempre fue ese hombre que se dejaba manejar por
sus diablos interiores. A veces mezquino, otras autodestructivo. Pero por fin
ha descubierto qué es lo que quiere en la vida. Ha tropezado (sobre todo
moralmente) tantas veces que al final ha aprendido. Los seres humanos, a veces,
sólo aprendemos a base de palos. Y el proceso de Roger (John Slattery, siempre tan encantadoramente irónico) ha sido
similar, pero sin tanta hondura moral y con más LSD y jovenzuelas. En cuanto a
Betty (January Jones, gélida e
inaccesible) y Sally (Kiernan Shipka
tiene un gran futuro por delante), esa madre y esa hija siempre al borde
del acuchillamiento mutuo, han encontrado la paz antes de la muerte de la
primera. Es triste ver como a veces, sólo ante situaciones trágicas somos
capaces de unirnos. Weiner maltrató durante varias temporadas al personaje de
Betty, pero por fin nos la ha devuelto. Betty sigue siendo fría, estirada y
conservadora hasta el final. Deslizándose hacia lo inevitable aferrada a sí
misma. “He sido toda mi vida una luchadora, por eso sé cuando retirarme”. Su
dignidad ante lo inevitable tiene una fuerza demoledora, así como la madurez
que ha alcanzado Sally. Retomemos lo que dije de Peggy y Joan, qué progresión dramática la de las mujeres
de Mad Men, qué maravilla. Otra vez: ¡qué
jodida maravilla! El plano de Betty sentada fumando y Sally fregando los
platos es precioso, triste, sencillo, sincero, enternecedor. Todo en uno.
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Un plano para la historia |
Para terminar, quiero pararme en la oda al teléfono que se ha marcado Weiner
en ese Person to person (7x14) final. Todos los grandes momentos dramáticos
del capítulo, salvo la despedida Peggy-Pete, han sido con el teléfono de por
medio. Todos. Es como si Weiner convirtiera el discurso de aceptación del Oscar
de JK Simmons en arte. Jódete whatsapp,
viva el teléfono. Viva la posibilidad de hablar con una persona, de escuchar su
voz, su risa, su tristeza. La última conversación telefónica entre Don y Peggy
es ya una de mis secuencias televisivas favoritas. Algunos sostienen,
quizás con razón, que el elemento telefónico le restó garra al momento cumbre del
capítulo, la despedida de los dos protagonistas. Pero es más coherente en el
relato que hilvanó Matthew Weiner. Don
está perdido, no es más que un quejido al otro lado de un aparato, a miles de
kilómetros de distancia. Don se está deshaciendo como un azucarillo que cae
sobre el café. La caída, siempre la caída. Y
Peggy no puede hacer nada por evitarlo. Nadie puede arreglar a Don, porque es
un puzle irresoluble, ya que de partida le faltan piezas.
Voy a parar de escribir ya. Es
difícil dejar de hablar de algo que me apasiona. Mad Men es, quizás, la serie que más me ha vapuleado emocionalmente
en mi vida. Es muy importante para mí. Siempre lo será. Pasarán los años y la
seguiré idolatrando. Se la pondré a mis hijos. Y a mis nietos. Pervivirá,
porque las obras maestras son imborrables.
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