miércoles, 21 de abril de 2021

Elogio de la dignidad

Es una creencia bastante extendida que la repostería casera, el alcohol y las obras culturales nos salvaron durante el confinamiento estricto y, en menor medida, a lo largo del último año. No cabe añadir mucho sobre las dos primeras. Ante ellas solo se puede declarar uno como "un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo". De la tercera, la cultura, se puede y se debe decir mucho. Las industrias culturales se han visto salvajemente afectadas por la crisis pandémica. Por ello reivindicarlas es, casi, un mandato cívico, un acto de dignidad. Y de eso quiero hablar hoy. De la dignidad como arma de liberación y como reivindicación de la igualdad y la fraternidad. Los valores republicanos, tres de las ideas más hermosas concebidas por la humanidad, deben ser principios motores de nuestras vidas siempre pero aún más en tiempos convulsos, cuando se convierten, también, en refugios mentales en los que guarecerse de la inhumanidad de algunos. 

No resulta baladí que precisamente en este año coronavírico, las películas que más me han emocionado hayan sido pequeñas historias sobre un mundo grande, complejo, caótico y extraño, protagonizadas por personas comunes que se apoyan en su dignidad para (sobre)vivir. Una de estas historias, Nomadland, dirigida y escrita por Chloé Zhao, a partir de una obra de no ficción, es la favorita a coronarse como la ganadora del Oscar a mejor película el próximo domingo.

En esta road movie, la cámara de Zhao sigue a Fern (Frances McDormand), una mujer que perdió en los últimos tiempos los dos pilares que conformaban su hogar, primero su marido y luego su casa, puesto que el pueblo en el que se encontraba era propiedad de una empresa minera que echó el cierre (la sociedad post-industrial y otras chicas del montón). Ante esta situación, Fern se lanza a la carretera, convirtiendo una pequeña furgoneta en su casa rodante, a las personas con las que se va encontrando por el camino, casi todas ellas reales, en su compañía y a los inmensos paisajes estadounidenses en el sitio de su recreo. Zhao retrata la vida nómada en la mayor economía de Occidente, desde un inmenso respeto, logrando desde esa posición ético-fílmica componer una sinfonía de voces sobre la dignidad humana. No hay en Nomadland una romantización del nomadismo, tampoco, como algunas personas han querido ver, una vindicación del modelo "productivo" de Amazon (Fern trabaja en uno de sus almacenes durante la campaña navideña), ni, desde luego, pornografía de la pobreza. Nomadland es, ante todo, la historia de una mujer marcada definitivamente por la pérdida y un fresco naturalista sobre personas que viven en los márgenes del sistema, algunas por decisión propia, otras empujados por las circunstancias, pero todas ellas orgullosas de quiénes son. No hay en la película ni un solo relato en el que la persona muestre vergüenza hacia sí misma o hacia su modo de vivir. Frente al odio que propugna la extrema derecha contra las personas que no entran en sus cánones socioeconómicos, dignidad. Frente a la desinformación, realismo. Frente a los discursos inhumanos, humanismo.

Pero no solo la protagonista de Nomadland y las diversas personas con las que se encuentra en su camino hacen gala de esa dignidad en el cine de este último año. En la propia categoría de mejor película de los Oscar se puede encontrar otro ejemplo emocionante de dignidad: Sound of Metal de Darius Marder. Esta obra se centra en Ruben (Riz Ahmed), un batería de un grupo de heavy metal que comienza a perder su capacidad de audición. A lo largo del metraje Ruben va lidiando con la situación pasando por diversas etapas, pero siempre decidiendo por sí mismo que cree que es lo mejor. Incluso cuando se equivoca, lo hace poniendo su dignidad como persona en el primer puesto de sus prioridades. Y precisamente por ello esta historia de auto-aceptación es tan poderosa. Porque Marder y Ahmed logran que Ruben y sus conflictos ante una situación trágica y en un contexto altamente precario, se sientan reales y tengan un impacto social amplio. 

En el terreno de la dignidad se mueven, también, otras de las nominadas del año, desde la resurrección coreana del sueño americano que plantea Minari de Lee Isaac Chung, hasta la lucha frente al sistema mediático que dibuja Mank de David Fincher, pasando por el camino de la venganza de la protagonista de Una joven prometedora de Emerald Fennell o el compromiso político de los activistas anti-bélicos de El juicio de los 7 de Chicago de Aaron Sorkin. Este artículo no pretende ser expansivo, no hablaremos de todas ellas y de otras muchas porque mi humilde propósito es poner el acento en tres fogonazos de dignidad que me removieron emocional y mentalmente y que se centran en tres personajes que representan a tres personas comunes, alejándose de acontecimientos y debates históricos biggers than life

Teniendo en cuenta todo esto, vamos a terminar con la muestra más estremecedora de dignidad del año cinematográfico y que, por desgracia, se quedó fuera de los premios de la Academia, a pesar de ser, también, una película estadounidense: Nunca, casi nunca, a veces, siempre de Eliza Hittman. En su segunda obra tras la estimulante Beach Rats, la cineasta nos cuenta la historia de Autumn (Sidney Flanagan), una adolescente de una pequeña ciudad del Rust Belt (la desindustrialización, de nuevo) que se queda accidentalmente embarazada. Como en su estado, Pennsylvania, no puede abortar libremente, viaja en autobús con una prima y amiga a Nueva York para interrumpir voluntariamente el embarazo. Como ninguna de las dos tiene dinero, duermen en las estaciones de transporte, recorriendo la ciudad con sus maletas a rastras. Antes de proceder con el aborto, la trabajadora social debe realizarla un cuestionario a Autumn. Esa secuencia, que da título a la obra, supone la demostración más excelsa de lo que es la dignidad. Manteniendo como puede la entereza, la adolescente contesta a todas y cada una de las preguntas. Hittman paraliza la cámara en su rostro y logra captar una verdad a la que la ficción tiene, por naturaleza, difícil acceso. Vivir de forma nómada, lidiar con la pérdida de un sentido tan importante como la audición y ejercer tu derecho a gobernar tu propio cuerpo son acciones tremendamente difíciles en nuestras actuales sociedades. Ni Zhao, ni Marder ni Hittman las retratan desde la compasión más bienintencionada, sino desde el respeto más profundo y el realismo más militante. El resultado son tres reflexiones poderosísimas sobre la dignidad en los tiempos de la cólera. 

Así, en estas tres películas la dignidad se convierte en el motor de los protagonistas para seguir hacia adelante, a pesar de sus traumas y de un sistema que los empuja hacia sus márgenes. Y vivir en las cunetas del poder nunca ha sido fácil. Estas tres historias nos muestran lo que tienen que hacer nuestros Estados del Bienestar y no hacen: garantizar que todas las personas pueden ser ayudadas por el sistema si así lo desean, tejer una red de protección sobre la que construir nuestras vidas. El Estado del Bienestar no solo responde a los principios de igualdad y fraternidad, sino también al de libertad. En un momento en el que la entente neoliberal-fascista intenta robarnos ese valor, hay que conceptualizarlo y okuparlo todos los días. 

Al igual que en las obras de David Simon (The Wire, Treme...), sí, tenía que hablar de mi libro, en estas tres películas podemos observar cómo el repliegue del Estado en el terreno del bienestar, a partir de la revolución neoliberal y el Consenso de Washington, ha dejado espacios sociales desolados que solo las comunidades y el activismo han conseguido ocupar de forma precaria, puesto que carecen de los recursos y la inmensa maquinaria de los estados. Ya sea el apoyo mutuo sobre el que se sustenta la comunidad nómada; el empuje que vemos en la comunidad de personas con problemas auditivos, que mediante la educación pretende ayudar a las personas con diversidad funcional a ser independientes y, por lo tanto, libres; o la labor de las clínicas abortistas gratuitas, en las que trabajan de forma precaria profesionales comprometidas, a las que les gustaría poder hacer más. Al final todas estas obras nos muestran la dignidad de las personas frente a un sistema corrompido, atenazado por la amenaza doble del neoliberalismo y el fascismo. Son tan emocionantes porque nos hablan de nosotros, sin paternalismos ni condescendencias, de lo que nos une, nos muestran qué significa ser personas en este mundo. Parece mentira que haya que reivindicar lo humano, pero es que cada vez hay más gente que no es persona. Y lo peor es que son mayoría entre los que ejercen el poder.