HOUSE OF CARDS - Segunda Temporada
¿Si me pinchas acaso no sangro? NO |
El thriller político es un género que el audiovisual
americano cultivó concienzuda (y brillantemente) en las décadas de los 60, 70 y 80 con films como de The Manchurian Candidate (Frankenheimer, 1962), All the President’s Men (Pakula, 1976) o Missing (Costa-Gavras, 1982). Y que con la caída del muro de Berlín y la
extinción de la URSS se esfumó hasta ser casi imperceptible durante los
ingenuos años 90 (aunque curiosamente la House of Cards británica se emitiera
en esa década). El 11-S y la “guerra contra el terror” lo trajeron de vuelta,
hibridado con el cine bélico, confundido. El género se asentó sobre todo en la
dialéctica capitalismo-comunismo, USA-URSS, y cuando ésta desapareció dejó de
tener su razón de ser. Dicha relación dialéctica, juego entre iguales (dos
sistemas, dos estados), no puede extrapolarse al etéreo y heterogéneo
terrorismo islámico, quizás ni siquiera a algunos de los países que USA ha
señalado como sus enemigos en la última década, como Irán, simplemente porque
no es una lucha entre iguales.
Tras la caída del bloque soviético, USA pasó a ser la única
superpotencia del planeta. El sheriff de un mundo globalizado. Sin embargo, la
China abierta al capitalismo y cerrada a la democracia ha ido creciendo entre
las grietas económicas occidentales hasta adquirir el estatus de superpotencia.
La relación entre norteamericanos y chinos marcará el devenir de la política
internacional de las próximas décadas. Frente a la claridad de posicionamientos
de la era soviética, ahora lo único que tenemos es confusión. Entre USA y China
no hay ni habrá una guerra fría. La tensión entre ambos países no es ni militar
ni ideológica, sino meramente económica, una guerra comercial. China le está haciendo a USA el abrazo
del oso, al adueñarse de su deuda también se adueña de sus posibilidades de
maniobra. Los americanos dependen del dinero chino pero a la vez los chinos dependen
del mercado americano. Los intereses de uno y otro lado se entremezclan, se
funden y al final lo que obtenemos es un escenario tan enrevesado, que la
mejor política ha desarrollar es el mantenimiento del status-quo.
Por todo esto era sólo cuestión de tiempo que el thriller
político pusiera su foco de atención en el amigo chino. Y House of Cards, la
adaptación (libre no, lo siguiente) de las novelas de Michael Dobbs y la miniserie
británica de Andrew Davies, ha venido a iniciar lo que
puede consolidarse como una nueva vía (y vida) para el género, tomando el
testigo de los camaradas soviéticos. Si el tema central de la serie de Beau
Willimon es el poder: acumulación y mantenimiento, el eje central de esta
temporada es la relación triangular entre el poder político americano, el poder
económico americano y el poder político-económico chino (todo confluye en el
Partido en China). Y toda la mugre que se acumula en las orillas de dicho
triángulo. Quizás por esto la segunda temporada de House of Cards sea mejor que
la primera. La primera era un apasionante thriller, sí, pero no buscaba
trascender, no apuntaba hacia ningún gran conflicto del mundo actual. No tenía
un mensaje más allá de que las esferas de poder arrojan un hedor que lo impregna
todo.
Este fotomontaje made in paint parece sacado de una distopía futurista chusquera |
La gracia del triángulo que ha trazado esta temporada es que
todas las líneas que lo conforman son interesantes:
1) El dinero mueve el mundo, y más en este mundo cada vez
más globalizado. Las relaciones económicas entre empresarios occidentales y
empresarios de los grandes mercados mundiales a explotar (China, pero también
India o Brasil o cualquier otra potencia emergente) marcan las agendas
políticas. Cuando los dirigentes viajan a otros países, los acompañan siempre
ilustres empresarios. La política es negocio. Así, en esta temporada de House of
Cards, nuestro protagonista, el ególatra Frank Underwood (Kevin Spacey,
mascando el personaje para escupírselo a los espectadores), tiene que moverse
con astucia en medio de la relación entre el multimillonario Raymond Tusk
(Gerald McRaney en modo Margo Martindale en la temporada 2 de Justified) y otro
poderoso actor chino, Xander Feng, para satisfacer sus intereses por encima de
los de estos.
2) La convulsa y oscura relación entre el poder económico
(eléctricas, bancos, petroleras, constructoras etc.) y el poder político
(gobiernos elegidos por los ciudadanos) es algo a lo que no se suele prestar
atención (las empresas mediáticas se mueven en este ámbito) pero que marca gran
parte de las iniciativas que emprenden los estados. Lo podemos ver hoy en día
en España con respecto a los precios de la electricidad. Y House of Cards nos
permite echar un ojo a como fluctúan las relaciones entre grandes empresarios y
políticos, los intereses que se mueven. La relación entre Tusk y el presidente
de Estados Unidos (un convincente Michael Gill) funciona como paradigma de la confusión entre legitimidades,
entre poderes.
3) Llegamos así a la línea que cierra el triángulo y que ya
apuntamos anteriormente. El poder económico se relaciona a nivel mundial. El
poder económico se relaciona con el poder político. El poder político se
relaciona también a nivel mundial condicionado por las dos clases de relaciones
anteriores. Así, la relación entre el Presidente Walker y los líderes chinos se
ve enturbiada por la relación entre Tusk y Feng, y la del primero con el propio
Presidente, el cual confía, durante la primera temporada, ciegamente en él.
Si la primera temporada de House of Cards era hacia dentro,
un viaje a la psique de su protagonista y al funcionamiento de la política en
Washington, la segunda es más hacia fuera, hacia la relación entre políticos y
empresarios y entre las dos actuales potencias mundiales: Estados Unidos y
China. Todo ello bañado en dinero y poder, si es que en el mundo actual cabe
diferenciar entre ambos. El lobbista Remy Danton sostiene en la season
finale que “el poder es mejor que el dinero, mientras dura”. La serie de Beau
Willimon ha elevado la apuesta, ha ido cerrando los flecos que dejó la primera
temporada y roto relaciones con la House of Cards británica, nacida en el ocaso
del thatcherismo. House of Cards no era una serie perfecta en su primer año y
tampoco lo ha sido en su segundo, algunas tramas secundarias no funcionan (la
de Rachel y Doug no lo ha hecho), no acaba de tener un reparto a la altura de
las circunstancias (aunque la incorporación de Molly Parker ha sido todo un
acierto) y muchas veces los engranajes narrativos resultan demasiado forzados,
por muchos problemas que les surjan, los Underwood acaban saliéndose siempre
con la suya.
A pesar de todas estas aristas, que no son pocas ni menores,
este año la serie ha dado la sensación de estar más focalizada, de tener un
mensaje más nítido. El personaje de Claire Underwood (Robin Wright, la actriz
más gélida de la actualidad) ya no es un satélite, han sabido astutamente meterla en el juego de poder principal, convertirla aún más en una máquina de
matar. House of Cards se confirma como una serie grande y el final de esta
segunda tanda implica sin duda un paso hacia delante, una mutación del formato.
La británica no lo encajó del todo bien, de tal forma que las dos miniseries
que siguieron a la primera (To play the King y The Final Cut) no estuvieron a
la altura de las circunstancias. Sin embargo creo sinceramente que a la
americana le puede venir bien el cambio de molde: más política y menos
thriller.
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