WOLF HALL
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Si no sabes qué fue de Ana Bolena, no sigas leyendo, spoilers históricos |
En 1966, Fred Zinnemann dirigió A man
for all seasons, traducida al castellano como Un hombre para la
eternidad, una mirada compleja al reinado del político Henry VIII desde la
perspectiva de Thomas More. Cogiendo el testigo de aquel excelente film (que ganó
6 Oscar, incluido el de Película), el director Peter Kosminsky y el guionista Peter
Straughan, vuelven a lanzar una incisiva mirada hacia los Tudor en la
miniserie de BBC, Wolf
Hall, aproximándose a ellos otra vez a través de un subalterno, en esta
ocasión Thomas Cromwell. La ficción
narra el tramo temporal entre el divorcio de Henry VIII (Damien Lewis, fabuloso) de Catalina de Aragón y la condena a morir
en el patíbulo de Anne Boleyn (Claire
Foy, a la vez dura y delicada). Todo ello abordado desde la perspectiva de
Cromwell, que pasa de ser mano derecha del caído en desgracia cardenal Wosley (Jonathan Pryce, siempre un placer) a
brazo ejecutor del propio Henry VIII, mientras tiene que lidiar primero con los
opositores al divorcio real, liderado por More (Anton Lesser, entre cínico y sincero) y con el propio clan Boleyn,
que ocupa las principales estancias de poder mientras Anne es reina consorte.
Volviendo a la comparación con A man for all seasons, uno de los
discursos más interesantes que hila la miniserie, viene a ser una enmienda a la
totalidad a la beatificación que la historia ha hecho de Thomas More. No es que
el More de Wolf Hall no sea un hombre
brillante de rígidas convicciones como aquel “hombre para la eternidad”. Si no
que su retrato se vuelve mucho más complejo, con más aristas, situándolo
debidamente en un panorama de intrigas y luchas de poder encarnizadas. More
tiene una agenda, lleva a cabo una estrategia política, no es ningún santo, es
otro actor más inmerso en las catacumbas del poder. Si hasta ahora nos habían dicho que Thomas More era bueno y Thomas Cromwell
malo, esta miniserie, que adapta un libro homónimo, sostiene que ambos eran hombres sumidos en la
espiral enfermiza del poder, que intentaban conciliar sus intereses (su propia
supervivencia) con sus creencias y sus valores. Con esto no estoy diciendo que el enfoque de Wolf Hall sea el adecuado, de hecho ha despertado controversia en UK, porque muchos historiadores denuncian que efectivamente Cromwell era un monstruo. Pero desde luego, esta aproximación histórica es refrescante.
Podríamos, a partir de este
conflicto entre More y Cromwell, decir que la serie, narrada siempre desde los
ojos entre cansados y escépticos del segundo, se mueve en función de las interrelaciones
del mismo. Entre el cardenal Wosley, Anne Boleyn (y todo su clan), Thomas More
y Henry VIII van construyendo la personalidad de un hombre convertido en enigma
histórico. Jhomas Cromwell era eso que en
nuestras democracias representativas actuales se llama “hombre de Estado”, un
titiritero en las sombras del poder. Astuto, inteligente, complejo y
práctico. Buscaba conciliar lo que él consideraba que eran los intereses de
Inglaterra con su propio progreso personal, primero, y su propia supervivencia,
después.
Al respecto del poder, Wolf Hall nos dibuja un mundo en el que
cuanto más alto subes más probable es que te vengas a bajo y que más dura sea
la caída. Decía Wenceslao Galán en El
fuego en la voz que “poder es poder matar, por eso la amenaza es siempre amenaza
de muerte”. Cuanto más poder amasa Cromwell,
más cerca está su final, más enemigos tiene y es más posible que el rey al
que sirve le dé la espalda por miedo a dicha acumulación de poder. Por eso el
Cromwell de Wolf Hall es un personaje
condenado de antemano. Si retrocede lo
devoran, si avanza, terminará por precipitarse hacia el vacío.
Soy consciente de que hasta este
momento no he mentado al actor que interpreta a Thomas Cromwell. Creía que se
merecía algo más que dos palabras. Mark
Rylance, uno de los hombres más importantes del teatro británico de las
últimas tres décadas, es el encargado de dar (una lacónica) vida a Cromwell.
Firma una de las interpretaciones más perturbadora
y estremecedoramente contenidas que haya visto jamás. Un ejercicio
interpretativo abrumador. Sin levantar la voz. Sin hacer aspavientos.
Arrastrándose por la escena hasta impregnarlo todo con su mirada y su gesto
desconfiado, descreído. Mark Rylance es
el pilar central que sostiene esta
mayúscula obra audiovisual. Pero no menos brillantes son una puesta
en escena cuidadísima (hay primeros planos de Rylance que son narrativamente
brutales, la secuencia del patíbulo desprende una frío insano acojonante); y una
brillante y precisa labor de escritura, plagada de diálogos finísimos y crudos.
Wolf Hall, dibuja una época,
reflexiona sobre el poder y se constituye en un entretenimiento de primera que cuece las intrigas a fuego lento y capta lo
peligroso que era vivir en la corte de un rey que un día parecía un niño
(febril, enloquecido, embobado) y al siguiente un monstruo (colérico,
dictatorial, paranoico). Dado que la historia de Cromwell queda sin
terminar (no hemos visto su caída), ojalá BBC decida (en un movimiento 100%
marca de la casa) darle una segunda temporada que cierre el relato sobre un
hombre al que la historia ha pretendido negar la eternidad.
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